Miguel Ángel Blanco. 17 años.
Estos días se cumplen 17 años desde que Miguel Ángel Blanco fuera asesinado por ETA. Esos días tan intensos constituyen una parte de mi vida que difícilmente olvidaré. Como cada año por esas fechas, solía estar en la localidad riojana de San Asensio, colaborando en unos «udalekus» donde acudían chavalas y chavales de distintos lugares de Gipuzkoa.
Es cierto que por entonces estábamos desgraciadamente acostumbrados a los sobresaltos a los que ETA nos sometía periódicamente. Bombas, secuestros, asesinatos… Pero este caso resultaba especialmente cruel. Y lo era por la extrema frialdad con la que actuaba ETA (anunciando su asesinato en el plazo de 48 horas si el Gobierno español no trasladaba a sus presos a cárceles de vascas). Alguien lo llamó “asesinato a cámara lenta”.
Fueron 48 horas de angustia. Recuerdo que nuestra espontanea reacción fue la de acudir a la plaza del pueblo para concentrarnos con los sanasensianos, locales y visitantes. Todos estábamos consternados. A todos nos unía la misma angustia. Al igual que miles y miles de personas que como nosotros se concentraban allí donde estaban.
Nos lo temíamos, pero a ETA le importó bien poco la vida de una persona y la angustia de toda una sociedad. Fue sencillamente horrible. Lloramos. Y creo que fuimos también miles y miles los que lo hicimos. Después vino la rabia, la indignación. Por teléfono nos contaban desde Euskadi episodios que, aunque comprensibles, no pueden ser justificados ni disculpados. La Ertzaintza tuvo que proteger varias Herriko Tabernas.
Todo era muy fuerte. Pero para mí, lo más fuerte fue el silencio. El silencio de quienes vivieron como yo aquellas 48 horas de angustia y no fueron capaces de buscar en su interior lo que nos hace ser humanos. Fue la expresión más cruda de lo que supone anteponer una estrategia política a cualquier otra cosa. ¿Y cómo puedo convivir yo con quien es capaz de callar ante una situación como esas? Hoy lo hago. No queda otra. Pero lo hago sin olvidar lo que pasó hace 17 años. Más convencido que nunca de que no hay nada por encima de la persona y su dignidad, pero muy consciente de que hay entre nosotros quienes no pensaban ni piensan de ese modo. Y en esos no confío. Ni entonces ni ahora.